LAS RABIETAS INFANTILES… O CÓMO COMPRENDER LO INCOMPRENSIBLE
Por Nuria Otero Tomera
Todos hemos oído hablar de las rabietas. Hablamos de ellas con total normalidad, como algo completamente integrado en nuestro día a día, y los que somos padres nos preguntamos unos a otros con naturalidad “¿tu hijo ya ha empezado con las rabietas?” como cuando preguntamos si les han salido los dientes o si ya sabe ir en bicicleta.
Ahora bien… ¿qué es una rabieta? Rabieta viene de rabia… para mí una rabieta es una demostración explícita y explosiva (con rabia, con ira) de un malestar, de un desacuerdo, sea éste importante o no a ojos de quien contempla el cuadro. Y rabietas las tenemos todos, niños y adultos. Lo que ocurre es que a medida que nos vamos haciendo mayores vamos aprendiendo a canalizar la rabia y los enfados, vamos comprendiendo más nuestro entorno y el por qué a veces las cosas no son como esperamos, y sobre todo… aprendemos a no demostrar muchas de las cosas que sentimos porque parece ser que no está bien visto.
Pero ¿cuándo se produce una rabieta y por qué? Es una rabieta esa escena en una tienda de un niño gritándonos enfadado que quiere ese juguete, lo quiere, lo quiere y lo quiere; o el otro que se tira al suelo porque no quiere irse del parque; o la niña que da patadas al aire mientras grita “No te quiero”; o la que tira al suelo a manotazos un puzzle a medio montar. Pero también tiene una rabieta ese adulto que pega un puñetazo en la mesa mientras habla con el asesor técnico de su compañía telefónica, o el conductor que le grita y le da bocinazos al de delante porque no va más rápido. En realidad, se producen las rabietas fundamentalmente cuando nuestro enfado o nuestro malestar no encuentra una salida lógica. Cuando nos quedamos sin argumentos, cuando nuestra rabia es tan grande que sólo nos queda abrir la válvula de escape. En los adultos pasa menos porque, como ya he dicho, somos capaces de comprender mejor las cosas que van pasando a nuestro alrededor, de otorgarles una explicación y tenemos mayor capacidad de espera. Pero en los niños no ocurren estas cosas, y aun en el caso de que comprendan, de que entiendan que tienen que esperar, que hay que ir a casa porque hay que cenar, que se den cuenta de que el puzzle no tiene la culpa de que ellos no encuentren la pieza correcta, aun en esos casos, los niños no saben “aguantarse” la rabia. La rabieta es la expresión de sus sentimientos, de la frustración que están sintiendo en ese momento porque no pueden obtener aquello que desean… y es legítimo que lo expresen. No podemos pretender que, además de amoldarse a nuestras necesidades, ritmos y tiempos, además de intentar aprehender conceptos como el tiempo y la generosidad, se queden callados, tendremos que aceptar que lo único que les queda, en muchas ocasiones, es “el derecho al pataleo”, en su más gráfica acepción.
En general, coincido con Aletha Solter en que la mayor parte de las situaciones que provocan esas rabietas en nuestros hijos se pueden agrupar en tres tipos:
El niño tiene una necesidad básica (hambre, sed, sueño…) que o bien no estamos viendo o bien, aunque la veamos, no podemos satisfacer en este momento. Imaginemos a un niño de 3 años con hambre, en coche, camino a casa y en un atasco… aunque sepamos que tiene hambre y lo comprendamos, probablemente no podamos solucionar el problema; lo más habitual será una rabieta por parte del niño… ¿qué haremos? ¿reñirle por tener hambre? ¿reñirle porque llora? ¿gritarle?… nada de lo que hagamos le saciará el hambre).
El niño tiene información insuficiente o equivocada de la situación en la que nos encontramos. O bien pensaba que íbamos a quedarnos más rato en el parque, o no comprende por qué hoy, precisamente hoy, tenemos prisa en el súper con lo mucho que le gusta a él jugar en el carrito, o quizás él quería comprar cereales y nosotros sólo hemos entrado a por detergente. Pararnos a escuchar qué es lo que quiere o necesita (quizás sea cierto que se han acabado los cereales), así como explicarle con antelación que hoy vamos corriendo porque tenemos médico, o peluquería, o enseñarle un reloj y explicarle a qué hora dejaremos el parque puede ahorrarnos un mal rato a los dos.
El niño necesita descargar o liberar tensiones, miedos o frustraciones presentes o pasadas. Muchas veces los niños “aprovechan” cualquier mínimo detalle para entrar en una rabieta. Puede ser que estén enfadados o angustiados por cualquier otra cosa y la situación actual sólo sirva de detonante. Tal vez algo que ocurrió en la escuela, donde no se siente tan seguro como en casa, no sale hasta que está con nosotros, en confianza absoluta. En este caso, al igual que en los anteriores, cortar la expresión de rabia no va a hacer más que aumentar el malestar y dilatar en el tiempo la descarga.
Así, desde este punto de vista, no encuentro demasiadas situaciones “enrabietadas” que me parezcan dignas de reproche. Son, sencillamente, señales de alarma. Oportunidades. Para nosotros. Para intentar comprender qué nos está pidiendo nuestro hijo. Para saber si necesita algo de nosotros, tal vez algo material, pero quizás sólo una explicación para que el mundo tenga un poco más de sentido. Quizás, tal vez, sólo un poco más de tiempo con nosotros, o de tiempo a secas.
Así que, ante la pregunta de qué hacer cuando un niño tiene una rabieta, mi respuesta suele ser: nada. Es decir, comprender que es una demostración de lo que está sintiendo, y que por mucho que hagamos, no va a dejar de sentir. Podemos ignorarlo, reñirle, gritarle o castigarlo, y probablemente consigamos que no tenga rabietas, o que las tenga menos frecuentemente, o que las tenga menos vehementes, pero no conseguiremos que deje de sentirse mal por lo que está ocurriendo. Y conseguiremos, además, que se sienta culpable por sentirlo, cuando es absolutamente razonable que a veces se sienta disgustado. Así, ante un episodio como los que he descrito anteriormente, o cualquier otro similar, lo mejor que podemos hacer es esperar que pase, hablar con nuestro hijo si nos deja, decirle que entendemos que se siente mal por esta o aquélla razón, dar alternativas si existen, cogerle en brazos o sentarnos a su altura y aceptar el dolor que nos está mostrando. Al fin y al cabo, está siendo absolutamente sincero con nosotros, nos está confiando sus sentimientos y sus emociones, y no podemos hacer menos que aceptarlos. Ponernos de su parte, sufrir con ellos la frustración, ser realmente sus cómplices en un momento amargo será la mejor manera de que vayan comprendiendo el mundo, y lo harán con confianza plena en nosotros, que creceremos también si aprovechamos la oportunidad para profundizar en la comunicación con nuestros hijos.
(Artículo publicado en el nº 1 de la revista “CRIAR“)
Por Nuria Otero Tomera
Todos hemos oído hablar de las rabietas. Hablamos de ellas con total normalidad, como algo completamente integrado en nuestro día a día, y los que somos padres nos preguntamos unos a otros con naturalidad “¿tu hijo ya ha empezado con las rabietas?” como cuando preguntamos si les han salido los dientes o si ya sabe ir en bicicleta.
Ahora bien… ¿qué es una rabieta? Rabieta viene de rabia… para mí una rabieta es una demostración explícita y explosiva (con rabia, con ira) de un malestar, de un desacuerdo, sea éste importante o no a ojos de quien contempla el cuadro. Y rabietas las tenemos todos, niños y adultos. Lo que ocurre es que a medida que nos vamos haciendo mayores vamos aprendiendo a canalizar la rabia y los enfados, vamos comprendiendo más nuestro entorno y el por qué a veces las cosas no son como esperamos, y sobre todo… aprendemos a no demostrar muchas de las cosas que sentimos porque parece ser que no está bien visto.
Pero ¿cuándo se produce una rabieta y por qué? Es una rabieta esa escena en una tienda de un niño gritándonos enfadado que quiere ese juguete, lo quiere, lo quiere y lo quiere; o el otro que se tira al suelo porque no quiere irse del parque; o la niña que da patadas al aire mientras grita “No te quiero”; o la que tira al suelo a manotazos un puzzle a medio montar. Pero también tiene una rabieta ese adulto que pega un puñetazo en la mesa mientras habla con el asesor técnico de su compañía telefónica, o el conductor que le grita y le da bocinazos al de delante porque no va más rápido. En realidad, se producen las rabietas fundamentalmente cuando nuestro enfado o nuestro malestar no encuentra una salida lógica. Cuando nos quedamos sin argumentos, cuando nuestra rabia es tan grande que sólo nos queda abrir la válvula de escape. En los adultos pasa menos porque, como ya he dicho, somos capaces de comprender mejor las cosas que van pasando a nuestro alrededor, de otorgarles una explicación y tenemos mayor capacidad de espera. Pero en los niños no ocurren estas cosas, y aun en el caso de que comprendan, de que entiendan que tienen que esperar, que hay que ir a casa porque hay que cenar, que se den cuenta de que el puzzle no tiene la culpa de que ellos no encuentren la pieza correcta, aun en esos casos, los niños no saben “aguantarse” la rabia. La rabieta es la expresión de sus sentimientos, de la frustración que están sintiendo en ese momento porque no pueden obtener aquello que desean… y es legítimo que lo expresen. No podemos pretender que, además de amoldarse a nuestras necesidades, ritmos y tiempos, además de intentar aprehender conceptos como el tiempo y la generosidad, se queden callados, tendremos que aceptar que lo único que les queda, en muchas ocasiones, es “el derecho al pataleo”, en su más gráfica acepción.
En general, coincido con Aletha Solter en que la mayor parte de las situaciones que provocan esas rabietas en nuestros hijos se pueden agrupar en tres tipos:
El niño tiene una necesidad básica (hambre, sed, sueño…) que o bien no estamos viendo o bien, aunque la veamos, no podemos satisfacer en este momento. Imaginemos a un niño de 3 años con hambre, en coche, camino a casa y en un atasco… aunque sepamos que tiene hambre y lo comprendamos, probablemente no podamos solucionar el problema; lo más habitual será una rabieta por parte del niño… ¿qué haremos? ¿reñirle por tener hambre? ¿reñirle porque llora? ¿gritarle?… nada de lo que hagamos le saciará el hambre).
El niño tiene información insuficiente o equivocada de la situación en la que nos encontramos. O bien pensaba que íbamos a quedarnos más rato en el parque, o no comprende por qué hoy, precisamente hoy, tenemos prisa en el súper con lo mucho que le gusta a él jugar en el carrito, o quizás él quería comprar cereales y nosotros sólo hemos entrado a por detergente. Pararnos a escuchar qué es lo que quiere o necesita (quizás sea cierto que se han acabado los cereales), así como explicarle con antelación que hoy vamos corriendo porque tenemos médico, o peluquería, o enseñarle un reloj y explicarle a qué hora dejaremos el parque puede ahorrarnos un mal rato a los dos.
El niño necesita descargar o liberar tensiones, miedos o frustraciones presentes o pasadas. Muchas veces los niños “aprovechan” cualquier mínimo detalle para entrar en una rabieta. Puede ser que estén enfadados o angustiados por cualquier otra cosa y la situación actual sólo sirva de detonante. Tal vez algo que ocurrió en la escuela, donde no se siente tan seguro como en casa, no sale hasta que está con nosotros, en confianza absoluta. En este caso, al igual que en los anteriores, cortar la expresión de rabia no va a hacer más que aumentar el malestar y dilatar en el tiempo la descarga.
Así, desde este punto de vista, no encuentro demasiadas situaciones “enrabietadas” que me parezcan dignas de reproche. Son, sencillamente, señales de alarma. Oportunidades. Para nosotros. Para intentar comprender qué nos está pidiendo nuestro hijo. Para saber si necesita algo de nosotros, tal vez algo material, pero quizás sólo una explicación para que el mundo tenga un poco más de sentido. Quizás, tal vez, sólo un poco más de tiempo con nosotros, o de tiempo a secas.
Así que, ante la pregunta de qué hacer cuando un niño tiene una rabieta, mi respuesta suele ser: nada. Es decir, comprender que es una demostración de lo que está sintiendo, y que por mucho que hagamos, no va a dejar de sentir. Podemos ignorarlo, reñirle, gritarle o castigarlo, y probablemente consigamos que no tenga rabietas, o que las tenga menos frecuentemente, o que las tenga menos vehementes, pero no conseguiremos que deje de sentirse mal por lo que está ocurriendo. Y conseguiremos, además, que se sienta culpable por sentirlo, cuando es absolutamente razonable que a veces se sienta disgustado. Así, ante un episodio como los que he descrito anteriormente, o cualquier otro similar, lo mejor que podemos hacer es esperar que pase, hablar con nuestro hijo si nos deja, decirle que entendemos que se siente mal por esta o aquélla razón, dar alternativas si existen, cogerle en brazos o sentarnos a su altura y aceptar el dolor que nos está mostrando. Al fin y al cabo, está siendo absolutamente sincero con nosotros, nos está confiando sus sentimientos y sus emociones, y no podemos hacer menos que aceptarlos. Ponernos de su parte, sufrir con ellos la frustración, ser realmente sus cómplices en un momento amargo será la mejor manera de que vayan comprendiendo el mundo, y lo harán con confianza plena en nosotros, que creceremos también si aprovechamos la oportunidad para profundizar en la comunicación con nuestros hijos.
(Artículo publicado en el nº 1 de la revista “CRIAR“)