Por Susana Prieto Mori
“Los niños necesitan límites.” ¿Cuántas veces hemos escuchado esta frase? Tantas que va camino de convertirse en un clásico de la pedagogía popular, como “eso no se hace” o “hay que compartir”. Pero si algo tienen en común esos clásicos es que se tiene fe absoluta en ellos y aun así se dicen sin pensar, se dan por hecho sin someterlos a juicio, se usan sin saber qué significan. Son las cosas que son así, y punto. Se puede criar y educar con ellos sin tener que hacer el menor esfuerzo de reflexión ni de revisión de planteamientos. Son útiles. Son el camino fácil.
Pero, por una vez, demos un paseo por el otro camino, el de pensar. Cuando decimos que los niños necesitan límites, ¿sabemos qué queremos decir con eso? ¿Sabemos de qué hablamos cuando hablamos de límites?
Pero, por una vez, demos un paseo por el otro camino, el de pensar. Cuando decimos que los niños necesitan límites, ¿sabemos qué queremos decir con eso? ¿Sabemos de qué hablamos cuando hablamos de límites?
El Diccionario de la Lengua Española de la R.A.E. define límite como, entre otras cosas, extremo que pueden alcanzar lo físico y lo anímico. Los límites son lo que en modo alguno se puede sobrepasar, el punto en el que resulta imposible ir más allá. Parece, pues, que al decir que los niños necesitan límites estuviéramos olvidando que todos tenemos límites y que eso no depende de que nadie nos los ponga. Simplemente los tenemos, lo queramos o no. El ser humano nace con los límites inherentes a su propia especie: necesita contacto, aire y alimento, y realizar determinadas funciones corporales para sobrevivir. Otros límites proceden de su entorno físico: está sometido a la ley de la gravedad, por ejemplo. A lo largo de su vida va acumulando límites como consecuencia de sus propias experiencias y traumas (miedos, fobias…), o de posibles enfermedades o malformaciones o accidentes, de las barreras arquitectónicas, etc. Todos, niños y adultos, tenemos además límites personales: el límite de nuestra paciencia, de nuestra resistencia física, de nuestra ética, de nuestro pudor… Todo ser humano, todo ser vivo en realidad, tiene límites que forman parte de su ser y los necesita para relacionarse con el mundo, para dar forma concreta a su existencia y dotarla de una realidad tangible, para recibir la influencia de su entorno y viceversa. Un ser humano sin límites físicos no existiría, un ser humano sin límites morales enloquecería. Los límites son parte de nosotros.
Pero no es eso lo que queremos decir con que los niños necesitan límites. Más bien hablamos de limitaciones. Nos dice el diccionario que limitar es fijar la extensión que pueden tener la autoridad o los derechos y facultades de alguien. Pues si los niños necesitan limitaciones ya las tienen, y de sobra. Los niños actualmente, en nuestra sociedad occidental, son las personas más limitadas del mundo. Dudo mucho que haya nadie que cargue con más limitaciones que ellos, tal vez sólo las mujeres en algunas culturas. Es cierto que los niños lo tienen todo ahora, todas las comodidades, todas sus necesidades materiales y de ocio cubiertas, todos sus derechos protegidos, pero no tienen la menor libertad. Los niños no pueden decidir: no deciden dónde quieren vivir, ni cómo, ni qué tipo de educación recibir, ni a qué colegio acudir, en la mayoría de los casos no deciden qué ropa ponerse ni qué comer, no deciden sus horarios, no pueden ir a ninguna parte sin ser acompañados y vigilados. Es necesario por su seguridad, tal vez, dejaremos ese debate al margen de momento. Pero aun en ése caso, ello no quita que reconozcamos su situación de extraordinaria limitación.
¿Qué nos hace entonces repetir una y otra vez que los niños necesitan límites?
Me inclino a pensar que lo que queremos decir es sencillamente que los niños han de aprender a ser respetuosos con los demás y a cumplir las normas de convivencia, y que han de conocer, comprender y aceptar las consecuencias de sus actos.
Y en eso estamos todos de acuerdo. Sin embargo, las familias que criamos a nuestros hijos con apego encontramos muchas veces miradas de reprobación, cuando no críticas directas, por no “ponerles límites”. Nos quieren decir con esto: por dejarlos decidir. Por darles libertad, o mejor dicho, por no quitarles la libertad de seguir sus deseos.
El debate es de orden moral, o filosófico: ¿qué es para mí el ser humano? Es un antiguo dilema: ¿Hobbes o Rousseau? ¿Es el hombre un lobo para el hombre, o es bueno por naturaleza pero la sociedad y la educación lo pervierten? Si creemos, si insistimos tanto en que el niño necesita límites ha de ser porque pensamos que el ser humano tiende de forma natural a la maldad, y que no se puede ser bueno ni tener un comportamiento adecuado si no es a base de restricción, represión, negación. Hacer lo que uno quiera está mal porque sí y por principio. No se puede dejar al niño hacer lo que quiera porque lo que quiera será necesariamente malo. En esto se basa el sistema patriarcal adictivo, que castiga el deseo y premia la obediencia, en la amargura inconsciente de nuestra propia auto-represión que nos hace intolerable ver como otro sigue su deseo sin límites, precisamente, como otro tiene lo que hemos perdido nosotros.
Y esto es, precisamente, lo que la crianza con apego contradice y desafía. Porque al criar de esta forma a nuestros hijos estamos creyendo en su bondad innata y natural, de forma que tal vez ellos acaben confiando en ella también, en la suya propia y en la de los demás.
A menudo identificamos límites con normas, y falta de límites con falta de atención y cuidado, con negligencia. Hemos oído decir que el niño necesita los límites y normas como marco referencial. A menudo en el caso de niños abandonados o maltratados nos dicen los expertos que ellos mismos los piden porque los necesitan. No nos cabe duda de que los niños física o afectivamente abandonados agradezcan que un adulto los tenga en cuenta lo suficiente como para imponerles un límite, o una norma, y que le importe si se atienen a él o si la cumplen. En estados graves de abandono emocional puede ser que el niño no sepa que nos importa, luego que importa como ser humano, si no es porque nos importa que cumpla la norma o respete al límite, y que nos importa lo suficiente como para imponerle consecuencias. Pero no son la norma ni el límite lo que les da seguridad y confianza, es la atención prestada, es el simple hecho de tenerlos en cuenta, de merecer ese tiempo dedicado.
No confundamos: criar con apego no es criar sin normas, ni sin límites, si así los entendemos. Es enseñar a entender y respetar las normas pero, ante todo, a entendernos y respetarnos a nosotros mismos y a los demás. Es no poner la norma por delante del niño, no dar nunca más valor a la norma que al niño. No creer que el niño aprenda a ser respetuoso a base de cumplir las normas de forma automática y porque sí, sino que él mismo las cumplirá cuando por sí mismo comprenda que los demás merecen el mismo respeto que le hemos otorgado a él a lo largo de toda su vida. Es concebir las normas como herramientas para facilitar nuestras relaciones con los demás, nuestra vida en sociedad, y no como medios para hacer entender a nuestros hijos que nos importan. Es ayudar al niño a saber que existen normas, a conocerlas y a comprender el sentido que tienen: que no es la norma la que tiene valor por sí misma, sino el compromiso que todos adquirimos de cumplirla y la confianza que por eso depositamos en ella. Es no poner el acento en los límites, sino ayudar al niño a que construya los suyos propios y reconozca y respete los nuestros. Es no convertir la crianza en una guerra de voluntades. Es distinguir las verdaderas consecuencias de nuestros actos del premio y el castigo arbitrariamente impuestos de manera artificial. No es no poner normas: es no supeditar la empatía, la comprensión y la aceptación del otro al cumplimiento de la norma, y exigir siempre primero que la norma respete a la persona.
(Artículo publicado en el nº 1 de la revista “CRIAR“)
Pero no es eso lo que queremos decir con que los niños necesitan límites. Más bien hablamos de limitaciones. Nos dice el diccionario que limitar es fijar la extensión que pueden tener la autoridad o los derechos y facultades de alguien. Pues si los niños necesitan limitaciones ya las tienen, y de sobra. Los niños actualmente, en nuestra sociedad occidental, son las personas más limitadas del mundo. Dudo mucho que haya nadie que cargue con más limitaciones que ellos, tal vez sólo las mujeres en algunas culturas. Es cierto que los niños lo tienen todo ahora, todas las comodidades, todas sus necesidades materiales y de ocio cubiertas, todos sus derechos protegidos, pero no tienen la menor libertad. Los niños no pueden decidir: no deciden dónde quieren vivir, ni cómo, ni qué tipo de educación recibir, ni a qué colegio acudir, en la mayoría de los casos no deciden qué ropa ponerse ni qué comer, no deciden sus horarios, no pueden ir a ninguna parte sin ser acompañados y vigilados. Es necesario por su seguridad, tal vez, dejaremos ese debate al margen de momento. Pero aun en ése caso, ello no quita que reconozcamos su situación de extraordinaria limitación.
¿Qué nos hace entonces repetir una y otra vez que los niños necesitan límites?
Me inclino a pensar que lo que queremos decir es sencillamente que los niños han de aprender a ser respetuosos con los demás y a cumplir las normas de convivencia, y que han de conocer, comprender y aceptar las consecuencias de sus actos.
Y en eso estamos todos de acuerdo. Sin embargo, las familias que criamos a nuestros hijos con apego encontramos muchas veces miradas de reprobación, cuando no críticas directas, por no “ponerles límites”. Nos quieren decir con esto: por dejarlos decidir. Por darles libertad, o mejor dicho, por no quitarles la libertad de seguir sus deseos.
El debate es de orden moral, o filosófico: ¿qué es para mí el ser humano? Es un antiguo dilema: ¿Hobbes o Rousseau? ¿Es el hombre un lobo para el hombre, o es bueno por naturaleza pero la sociedad y la educación lo pervierten? Si creemos, si insistimos tanto en que el niño necesita límites ha de ser porque pensamos que el ser humano tiende de forma natural a la maldad, y que no se puede ser bueno ni tener un comportamiento adecuado si no es a base de restricción, represión, negación. Hacer lo que uno quiera está mal porque sí y por principio. No se puede dejar al niño hacer lo que quiera porque lo que quiera será necesariamente malo. En esto se basa el sistema patriarcal adictivo, que castiga el deseo y premia la obediencia, en la amargura inconsciente de nuestra propia auto-represión que nos hace intolerable ver como otro sigue su deseo sin límites, precisamente, como otro tiene lo que hemos perdido nosotros.
Y esto es, precisamente, lo que la crianza con apego contradice y desafía. Porque al criar de esta forma a nuestros hijos estamos creyendo en su bondad innata y natural, de forma que tal vez ellos acaben confiando en ella también, en la suya propia y en la de los demás.
A menudo identificamos límites con normas, y falta de límites con falta de atención y cuidado, con negligencia. Hemos oído decir que el niño necesita los límites y normas como marco referencial. A menudo en el caso de niños abandonados o maltratados nos dicen los expertos que ellos mismos los piden porque los necesitan. No nos cabe duda de que los niños física o afectivamente abandonados agradezcan que un adulto los tenga en cuenta lo suficiente como para imponerles un límite, o una norma, y que le importe si se atienen a él o si la cumplen. En estados graves de abandono emocional puede ser que el niño no sepa que nos importa, luego que importa como ser humano, si no es porque nos importa que cumpla la norma o respete al límite, y que nos importa lo suficiente como para imponerle consecuencias. Pero no son la norma ni el límite lo que les da seguridad y confianza, es la atención prestada, es el simple hecho de tenerlos en cuenta, de merecer ese tiempo dedicado.
No confundamos: criar con apego no es criar sin normas, ni sin límites, si así los entendemos. Es enseñar a entender y respetar las normas pero, ante todo, a entendernos y respetarnos a nosotros mismos y a los demás. Es no poner la norma por delante del niño, no dar nunca más valor a la norma que al niño. No creer que el niño aprenda a ser respetuoso a base de cumplir las normas de forma automática y porque sí, sino que él mismo las cumplirá cuando por sí mismo comprenda que los demás merecen el mismo respeto que le hemos otorgado a él a lo largo de toda su vida. Es concebir las normas como herramientas para facilitar nuestras relaciones con los demás, nuestra vida en sociedad, y no como medios para hacer entender a nuestros hijos que nos importan. Es ayudar al niño a saber que existen normas, a conocerlas y a comprender el sentido que tienen: que no es la norma la que tiene valor por sí misma, sino el compromiso que todos adquirimos de cumplirla y la confianza que por eso depositamos en ella. Es no poner el acento en los límites, sino ayudar al niño a que construya los suyos propios y reconozca y respete los nuestros. Es no convertir la crianza en una guerra de voluntades. Es distinguir las verdaderas consecuencias de nuestros actos del premio y el castigo arbitrariamente impuestos de manera artificial. No es no poner normas: es no supeditar la empatía, la comprensión y la aceptación del otro al cumplimiento de la norma, y exigir siempre primero que la norma respete a la persona.
(Artículo publicado en el nº 1 de la revista “CRIAR“)